jueves, 14 de junio de 2018



 LEYENDA "EL ÚLTIMO INDULTADO"
Quién me iba a decir a mí, cuando me ponía el cuello duro e intentaba hacerme bien el nudo de la corbata para asistir a las clases de Derecho del Profesor Alfred Staufer, que terminaría en una cárcel de las SS, en mi propio país.

            Os preguntaréis ¿Cuál fue mi delito? La respuesta es simple, defender una Austria independiente y libre ¿Cómo la capital del antiguo Imperio Astro-húngaro iba a ser parte de la nueva Alemania?

            La prisión se encontraba en mi antiguo colegio, el San Agustinus aus Wien, conocido por su disciplina prusiana y buen nivel de francés. Ahora, tras los bombardeos, era una ruina llena de humedades, con las paredes cubiertas de moho ennegrecido. Estábamos hacinados en el antiguo gimnasio, donde tantas veces durante nuestra vida escolar habíamos estado formados para practicar las tablas de gimnasia sueca.

            Los internos empezaron a morir, las malas condiciones, el hambre y sobre todo la falta de esperanza, causaron estragos.

            Tenía 23 años, era austriaco y mi final no podía ser apagarme en aquel cuchitril… Siempre hay soluciones, incluso en situaciones desesperadas como la mía, o al menos, eso era lo que decía mi padre, Coronel de Húsares.

            Oí que el guardia pronunciaba mi nombre y me acerqué a su puesto, me dio un golpe en la espalda y me dijo: “Te doy diez minutos, sólo diez”.

            De repente, apareció doblando el pasillo una figura familiar… Era Anne, mi novia, que no sé con qué soborno había conseguido esos diez minutos de gracia, delante del carcelero. No acertó a decir más que: ¿Cómo estás Francis? Te he traído este paquete de almendras envuelto en una hoja del periódico de hoy. La arranqué para hacer el cucurucho. Quizás, insistió, al estar aquí encerrado, te pueda interesar leer las últimas novedades de la guerra. Cuando no habían pasado ni cinco minutos, Klaus, que así se llamaba nuestro carcelero, puso fin al encuentro. Ella se acercó para besar mi mejilla y antes de partir dijo: “Lee Francis, lee…”

            Me retiré a mi esquina, parece mentira pero tras esos meses de encierro, cada preso había tomado posesión de unos cincuenta centímetros de suelo, como cuando éramos niños y teníamos sitios fijos en el aula. Había poca luz, pero suficiente para leer la arrugada hoja de Anne. Al principio, no vi nada fuera de lo normal, noticias sobre las victorias alemanas, condecoraciones a Mariscales, y anuncios por palabras. Leía y leía sin dar con lo que Anne quería hacerme entender. Entonces unas siglas familiares, B. O. E, fijaron mi atención en un pequeño anuncio de la mitad inferior de la hoja: “El führer aprobaba un indulto para todo preso germano, que solicite incorporarse a las filas del ejército alemán”. Querían formar un batallón disciplinario que quedarían a las órdenes de oficiales alemanes expertos, relevarían a las exhaustas tropas alemanas allí donde fuese necesario. Eso era, Anne quería mi libertad y me había dado el medio de conseguirla.

            La libertad, no era una noticia que uno debiese guardarse para sí. Había visto morir a muchos por faltarles la esperanza de alcanzarla. Tenía que compartir la noticia con mis compañeros de celda.

            En el bolsillo de mi traje, había una servilleta del café Central la hice cuatro trozos y en ellos escribí un modelo de solicitud de indulto. Los domingos durante la visita de los familiares se les entregaría para que lo presentasen en nombre del encarcelado, y deberían traerlas de vuelta al siguiente domingo para que otros familiares hiciesen lo propio.

            Al mes y medio, se empezaron a distinguir huecos en el gimnasio, los escritos pasando de mano en mano, iban surtiendo efecto, lo que nos infundió ánimos y avivó el buen humor. Pasados cinco meses, en el gimnasio no quedábamos ni cincuenta, pero sucedió algo con lo que no contaba, enfermé de paludismo, una enfermedad rarísima en Viena, pero en aquel verano, algún mosquito del Danubio, infectado llegó a nuestra celda.

            Ardía de fiebre, no paraba de tiritar y me despertaba en un charco empapado en sudor, creí morir, y muchas veces estuve a punto. Era una enfermedad rara, en la que se alternaban brotes de altas temperaturas con otros de más o menos restablecimiento. Rezaba no sólo por mi vida, sino porque con esa endeble salud posiblemente no me permitiesen incorporarme al ejército, lo que truncaba mis planes de fuga.

 Anne vino a verme y al verme en los huesos, realmente creyó que mis días estaban contados, lloraba sin consuelo, echándome en cara mi loca idea de dejarme para el final y no haber salido como los otros. Acerté a decirle: “No puedo dejar a los primeros clientes de mi vida en la estacada ¿Qué clase de abogado sería? Y lo que es más importante ¿Qué clase de persona? Una con la que tú no querrías casarte.”

Ella lloraba y repetía sin hacer caso a lo que le había dicho: “Te lo di para ti, sólo para ti…”

            Unas semanas después hubo ajetreo en nuestra prisión, le pregunté a Klaus el guardián ¿Qué ocurría?: “Arriba están que trinan, han llegado órdenes de mandar al frente a todos los oficiales de esta prisión, para mandar un batallón disciplinario”.

            Se oyeron unos pasos sonoros y decididos, de repente Klaus se cuadró y se colocó el casco adecuadamente. Apareció un oficial de las SS, con su impecable uniforme negro con la calavera de plata y con la pistola desenfundada en la mano, entonces dijo: ¡Francis Markt Rad! ¡Francis Markt Rad!

            “Soy yo” respondí en un hilo de voz.

            Sus ojos estaban inyectados en sangre, se fijaron en mí. Pensé que era el final, en mi ficha ponía que era abogado y por su actitud parecía que había hilado cabos, descubriendo quién había sido el que había propagado el” furor por ir al frente” entre los presos de la cárcel del San Agustinus aus Wien. Seguro de que, estos eran mis últimos momentos en este mundo, mentalmente dije adiós a mi amada Anne, que tantos esfuerzos había hecho por liberarme y encomendé mi alma a Dios, antes de recibir el tiro de gracia.

            Estaba tirado en el suelo, envuelto en una manta en mi tan querido rincón, hecho un esqueleto viviente por la enfermedad y asumiendo el desenlace fatal.

            Entonces el oficial, viéndome en tal estado, me despachó una patada y comentó en voz alta: “Ya veo, ahora mandamos muertos al frente en lugar de vivos” y levantando la voz dijo: “Francis Markt Rad, le comunico en nombre del Führer, que ha sido usted el ÚLTIMO INDULTADO”.



Francis Markt Rad a los 70 años